Cinco años desde el estallido de la crisis. El lustro en que vivimos peligrosamente
Este mes de agosto se cumplen cinco años
desde el inicio de la mayor crisis que han conocido las economías
desarrolladas desde la Gran Depresión de los años 30.
Un lustro en el que, parafraseando a
Neruda, la economía mundial, en general, y la europea, en particular,
han escrito algunos de los capítulos más tristes de su historia
reciente.
Es una historia que, por desgracia, aún
carece de final; España está contra las cuerdas, financiándose a precios
insostenibles en el tiempo y en espera de que se haga efectivo el
rescate a la banca acordado con sus socios europeos, y el resto de
Europa, en lento pero inexorable descenso al abismo de una nueva
recesión. Mucho ha llovido, y no para bien, desde que en agosto de 2007
el mundo tomara conciencia de la magnitud del problema de las hipotecas
subprime, también conocidas como hipotecas basura, aquellas que, al
calor de unos tipos históricamente bajos y de unos gestores ávidos de
multiplicar su rentabilidad, se concedieron masivamente a quienes
difícilmente podían afrontar su devolución.
El resultado de tan peligroso cóctel,
que condujo a que en 2007 cerca del 20% de las hipotecas generadas en
Estados Unidos fueran ya subprime, no se hizo esperar: el estallido de
una crisis de dimensión planetaria que ha resquebrajado los cimientos
del sistema capitalista.
Propagación del virus 'subprime'
El virus se originó al otro lado del
Atlántico, pero rápidamente se propagó por Europa, donde un día como
hoy, 9 de agosto, de 2007 el gigante bancario francés BNP Paribas
congeló varios fondos de inversión por valor de 1.600 millones de euros
por culpa, precisamente, del tsunami provocado por los créditos de alto
riesgo estadounidenses. Sin embargo, sus verdaderas consecuencias apenas
se lograban atisbar. De hecho, mientras el resto del mundo empezaba a
observar con creciente inquietud la magnitud del terremoto, la bolsa
española proseguía impertérrita su escalada alcista, hasta alcanzar en
noviembre de ese año un máximo histórico en el umbral de los 16.000
puntos, más del doble que en la actualidad, cuando el Ibex 35 pugna por
no perder la cota de los 7.000 puntos. Ese mismo mes, la OCDE estimaba
ya en más de 220.000 millones de euros las pérdidas bursátiles sufridas
por las entidades financieras a causa de las turbulencias subprime, una
cifra que en el caso de las provisiones necesarias para absorber las
pérdidas sería en el futuro mucho mayor, creciendo exponencialmente.
Una crisis mutante.
Lo que comenzó como una crisis
hipotecaria e inmobiliaria pronto derivó en una tormenta financiera
perfecta, que hizo tambalear las estructuras de los sistemas financieros
estadounidense y europeo, cuyos gobiernos se vieron obligados a acudir
al rescate de sus entidades más emblemáticas y que tuvo en el colapso de
Lehman Brothers, en septiembre de 2008, su gran punto de inflexión. La
caída del gigante financiero no sólo hirió casi de muerte el modelo de
banca de inversión como negocio específico e individual, sino que
propició el cierre a cal y canto de los mercados de financiación, un
cerrojazo que en mayor o menor medida ha estado presente a lo largo del
último quinquenio y que provocó una feroz desconfianza entre las
entidades financieras que aún perdura. Recesión y deuda soberana Tras la
crisis hipotecaria, inmobiliaria y crediticia sobrevinieron la recesión
y la crisis de deuda soberana, fruto precisamente del elevado
endeudamiento en que incurrieron los Estados para mitigar los efectos
del bache económico. El Estado español, por ejemplo, pasó en apenas un
año (de 2007 a 2008) del superávit al déficit de la mano del uso
intensivo, y a la postre tan estéril como contraproducente, por parte
del Gobierno de Zapatero de los fondos públicos. Una pesada herencia
para el actual Ejecutivo del PP, que se ha visto obligado a acometer una
batería de ajustes sin precedentes en la historia económica de nuestro
país.
Oleada de rescates.
Una desatinada y parsimoniosa gestión
de la crisis de deuda por parte de Europa pronto desembocó en el rescate
económico de Grecia e Irlanda en 2010 y de Portugal en 2011. En este
aciago 2012, han sido Chipre y España las que han acudido al amparo de
sus socios europeos, elevando a cinco los países miembros del euro
auxiliados financieramente por Europa. Ahora, lo que se dirime es si
tras la asistencia de hasta 100.000 millones solicitada por España a la
UE para sanear sus bancos, nuestro país, y en una segunda línea la
también acosada Italia, lograrán esquivar una intervención directa y
total de sus economías.
La inestable situación política de
Grecia, desde hace meses instalada en el umbral de la puerta de salida
del euro, y las reticencias de Alemania a la implementación de fórmulas
que supongan una mutualización del riesgo, han invalidado en gran medida
los esfuerzos por aplacar la desconfianza inversora y parecen abocar a
España -o ésa es, al menos, la percepción que tienen los mercados- a un
rescate suave de su economía mediante la estabilización de su deuda por
parte de los mecanismos de auxilio de la UE. Ello implicaría,
previsiblemente, nuevas y mayores exigencias de ajustes y reformas por
parte de nuestros socios europeos, un desenlace al que el Gobierno del
PP se resiste.
Pero lo cierto es que España no puede
permitirse por más tiempo soportar unos diferenciales de 550 puntos
básicos respecto al bono alemán (frente a los poco más de 50 puntos que
exhibía comienzos de 2008), ni financiarse a precios que desde hace ya
demasiado tiempo flirtean con una rentabilidad a largo plazo del 7%.
Este escenario ha provocado que, cinco años después de comienzo de la
crisis, el futuro de España sea más incierto que nunca.
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