Hace
siglos que los eruditos tratan de descifrar los secretos de un antiguo
libro, conocido como «manuscrito Voynich». Según creyeron algunos de los
que lo han estudiado, anticipa muchos de los descubrimientos de la
ciencia moderna.
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A finales de 1912 un vendedor de libros antiguos de Nueva York
llamado Wilfred M. Voynich volvió a su ciudad natal de una
visita a Europa con un pequeño manuscrito, cuidadosamente
empaquetado. Tenía gruesas tapas de pergamino, separadas, debido
al uso, de las 204 hojas de pergamino delgado de que constaba el
manuscrito; Voynich calculaba que, originalmente, tenía 28 páginas
más, que se habían perdido. Su formato era de cuarto grande, ya
que medía unos 15 por 22 cm y el texto, escrito en caracteres
apretados y con tinta negra, iba ilustrado con más de 400 pequeños
dibujos en rojo sangre, azul, amarillo, marrón y verde brillante.
Las ilustraciones mostraban curiosos arabescos
y tubos que parecían intestinos, figuras femeninas desnudas,
estrellas y constelaciones y cientos de plantas de extraño
aspecto. El pergamino, la caligrafía y la historia conocida del
manuscrito indicaban a Voynich que era de origen medieval, y la
abundancia de especímenes vegetales sugería que podía tratarse de
un herbario, un libro de texto mitad científico, mitad mágico, que
describía las cualidades místicas y médicas de las plantas y su
preparación. Pero esto era una simple conjetura, ya que estaba
escrito en un lenguaje que Voynich no pudo identificar; aunque el
texto podía ser descompuesto en «palabras», cuyas letras eran
familiares a medias, no tenían sentido. Voynich sólo pudo suponer
que estaban escritas en un idioma poco conocido, en un dialecto o
en un código.
¿Magia negra?
Aunque Voynich no era criptólogo, tenía,
indirectamente, algunas nociones de simbología. Su suegro había
sido el profesor George Boole, el matemático inglés que fue
uno de los primeros en usar símbolos matemáticos para expresar
procesos lógicos: fue elegido miembro de la Royal Society
por sus trabajos sobre la moderna lógica simbólica. Voynich
también sabía que existían convincentes pruebas circunstanciales
que sugerían que el autor de la extraña obra por él adquirida era
Roger Bacon, monje franciscano del siglo XIII que había
combinado sus estudios de filosofía, matemáticas y física
experimental con la alquimia. Quizá Bacon había logrado inventar,
600 años antes que Boole, un sistema de lógica simbólica, o quizá
simplemente había elaborado un código para camuflar sus
investigaciones en torno a la piedra filosofal y el elixir de la
vida, eludiendo así la acusación de practicar la magia negra,
acusación que en la Edad Media solía tener fatales consecuencias.
Mientras daba vueltas a todas esas
posibilidades, Voynich se dirigió al mundo académico buscando una
solución; hizo hacer docenas de copias del documento y se las
envió a todos los especialistas que pudieran colaborar con él. Con
cada copia, envió un resumen de lo que él sabía del manuscrito.
Lo había comprado, pagando una cantidad no
revelada, a principios de 1912, tras haberlo hallado en la
biblioteca del Colegio Mondragone de los jesuitas, en Frascati
(Italia). Antes de llegar allí, el manuscrito había permanecido
custodiado durante 250 años en el Collegium Romanum de los
jesuitas; había sido depositado allí por un célebre erudito y
criptólogo jesuita del siglo XVII, llamado
Athanasius Kircher, quien había intentado, sin éxito,
descifrarlo.
Según una carta fechada el 19 de agosto de
1666, Kircher había recibido el libro de manos de su antiguo
alumno Joannes Marcus Marci, rector de la Universidad de
Praga; el libro había formado parte de la biblioteca del Sacro
Emperador Romano Rodolfo II, hasta su muerte en 1612. A
todos los efectos, Rodolfo había cedido el gobierno de sus reinos
de Hungría, Austria, Bohemia y Moravia a los jesuitas, prefiriendo
dedicar su
tiempo a patrocinar las ciencias y
pseudociencias. Las que más le interesaban eran la botánica y la
astronomía; creó un complejo jardín botánico y construyó un
observatorio en Benatky, cerca de Praga, para el astrónomo danés
exiliado Tycho Brahe. (El que era por entonces su ayudante,
Johannes Kepler, bautizaría después sus
Tablas rudolfinas en honor a su antiguo protector.)
Pero los intereses más personales de Rodolfo se
orientaban hacia la alquimia, y empleó mucho tiempo y mucho dinero
en la instalación de un laboratorio alquímico al que invitó a
alquimistas de toda Europa. Uno de ellos, Johannes de Tepenecz,
firmó su nombre en un margen del manuscrito Voynich, según se
descubrió posteriormente. Otro alquimista más famoso era el inglés
John Dee, quien entre 1584 y 1588 vivió en la corte de Rodolfo
como agente secreto de la reina Isabel I. Es posible que fuera Dee
quien trasladara el manuscrito a Praga.
Dee, que había sobrevivido al encarcelamiento
en tiempos de la reina María Tudor, en 1555, acusado de
brujería, se transformó en favorito de su media hermana Isabel.
Los experimentos necrománticos que realizó con su ayudante
Edward Kelley suenan a superchería, pero poseía un profundo
conocimiento de la teoría y de la práctica alquímicas, así como de
astrología, astronomía, matemáticas, geografía y navegación
celeste (una de sus obsesiones era hallar el pasaje noroeste hacia
la India); pero sobre todo era un espía de capa y espada. Intentó
la creación de claves secretas y estudió las que ya existían, en
beneficio de su jefe, lord Burghley.
Dee también admiraba mucho los trabajos de
Roger Bacon, y coleccionó muchos de sus manuscritos. Tenía
numerosos puntos en común con el monje franciscano; ambos se
interesaban, por ejemplo, por las escrituras secretas. En
cualquier caso, parece que fue el doctor Dee quien regaló a
Rodolfo II el manuscrito de Voynich, diciéndole que era obra de
Bacon. Sir Thomas Browne afirmaba que Arthur Dee, hijo del
doctor Dee, le había hablado de un «libro que sólo contenía
jeroglíficos, en cuyo libro su padre había ocupado mucho tiempo,
pero no me dijo que lo hubiera descifrado».
Éstos son, entonces, los antecedentes del
problema que Voynich planteó al mundo académico en 1912, problema
que provocaría angustia en muchos círculos intelectuales de Europa
y América, ya que, aunque los grupos de letras y «palabras» que
allí aparecían daban la impresión de ser tan sencillos «como el
nombre de un viejo amigo cuando lo tienes en la punta de la
lengua» –como dijo un escritor– en realidad no lo eran.
Los filólogos buscaron en vano trazas de un lenguaje conocido y después utilizaron todos los métodos que suelen emplearse para leer idiomas perdidos; en vano. Varios criptoanalistas –incluido un especialista de la Biblioteca Nacional de París que había trabajado con códigos alquímicos del siglo XV– lucharon y se rindieron. En 1917, el manuscrito llegó a atraer la atención de la sección de criptología de la División de Inteligencia Militar de los Estados Unidos, el MI-8.
El MI-8 estaba encabezado por un joven y
brillante director, Herbert Osborne Yardley –quien se
transformaría después en una leyenda en el mundo de los
descifradores de códigos–, y por su brazo derecho, igualmente
brillante, el capitán John M. Manly, doctor en filosofía,
que antes de la guerra había sido director del departamento de
Inglés en la Universidad de Chicago. En 1917 Manly trabajaba en el
llamado criptograma Witzke, un código de 424 letras que
descifró en tres días, revelando la identidad de Lothar Witzke,
agente secreto alemán que operaba desde México.
Pero después de trabajar mucho con el manuscrito de Voynich él
también se dio por vencido –al igual que su jefe, Yardley–, y dijo
que el texto era «el manuscrito más misterioso del mundo».
Las ilustraciones del texto eran igualmente
desconcertantes. Nada parecía tan sencillo como identificar las
plantas desde el punto de vista botánico, y servirse luego de sus
nombres para descifrar las leyendas; pero el problema era que la
mayor parte de plantas y arbustos eran inventados, y los nombres
de los que existían carecían de sentido desde el punto de vista
criptográfico. Los astrónomos creyeron reconocer cuerpos celestes,
como la estrella Aldebarán, la nebulosa de Andrómeda y el cúmulo
estelar de las Híades, pero después volvieron a perderse en un
torbellino de galaxias imaginarias. Especialistas en Bacon
estudiaron el manuscrito, buscando coincidencias, mientras un
profesor de anatomía de Harvard trataba de descifrar lo que le
parecían diagramas fisiológicos; todo fue inútil.
Pero hubo un hombre para quien el manuscrito de
Voynich se transformó en obsesión. El profesor William Romaine
Newbold, especialista en filosofía e historia medieval de la
Universidad de Pennsylvania. Lingüista y criptógrafo –como Manly–,
comenzó a trabajar en el texto en 1919. Su sistema era muy
complejo: comenzó por examinar el manuscrito con una lupa y
descubrió que existía un texto secundario microscópico dentro de
las letras; creyó que se trataba de una especie de taquigrafía.
Utilizando técnicas de desciframiento logró reducir esto a una
clave de 17 letras romanas y con esto realizó seis «traducciones»
diferentes, cada una de las cuales conducía a la siguiente.
Después hizo un «anagrama» del sexto texto, con el que llegó al
«texto» final –la solución– en latín.
En abril de 1921 convocó una reunión de la
Sociedad Filosófica Americana en Filadelfia y anunció sus
conclusiones provisionales ante un público asombrado, al que
finalmente logró convencer. En su opinión, la obra era de Roger
Bacon, que la había puesto en clave para evitar que sus ideas se
calificaran de «novedosas». Se sabía que Bacon había sido el
inventor de la lupa y que había especulado con la posibilidad de
construir telescopios y microscopios mucho antes de su invención.
Según el profesor Newbold, el manuscrito Voynich demostraba que
Bacon había construido un microscopio y lo había usado para
estudiar y describir gametos, óvulos, espermatozoides y la vida
orgánica en general. No sólo eso, sino que había construido un
poderoso telescopio reflectante, con el que había estudiado
sistemas estelares desconocidos en su tiempo.
El profesor Newbold era hombre de sólida
reputación, y sus descubrimientos –aunque sensacionales– parecían
posibles. Muy pocos de los académicos que se reunieron para
escucharle sabían algo de criptología, pero sus «descubrimientos»
parecían razonables. Un importante fisiólogo, por ejemplo,
consideraba que un dibujo y su leyenda describían las células
epiteliales y sus cilios (se trata de las células que recubren las
trompas de Falopio y los bronquios y que favorecen el paso de las
mucosidades y de los óvulos) ampliadas a 75 veces su tamaño. John
Manly, que ya había colgado su uniforme de mayor y había vuelto a
su cátedra de la Universidad de Chicago, prefirió no tomar
partido, pero escribió en la revista Harper's una reseña
bastante favorable a Newbold.
Durante cinco años, hasta su muerte en 1926,
Newbold prosiguió su criptoanálisis del manuscrito, en
colaboración con su amigo y colega Roland Grubb Kent; fue
éste quien publicó los descubrimientos de Newbold en 1928, con el
título de The cipher of Roger Bacon (La clave de Roger Bacon).
Las reacciones de especialistas y curiosos no se hicieron
esperar.
Por supuesto, John Manly seguía interesado por
el asunto, y en cuanto se publicó el libro quiso conocer el método
de trabajo de Newbold y comprobar sus resultados. Aunque admiraba
a Newbold –a quien consideraba una autoridad– lo que halló no le
gustó nada, y después de discutir su punto de vista con, entre
otros, antiguos colegas del MI-8, publicó en 1931 un artículo en
la revista Speculum: en él, mediante un análisis
cuidadosamente razonado, despojaba de todo valor los trabajos del
difunto profesor Newbold.
Informando: http://elarcadelmisterio.blogspot.com/
Fuente: mundoparanormal
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