“El
cielo es real”, sostiene el Dr. Eben Alexander, quien después de sufrir
una experiencia cercana a la muerte, en la que su cerebro dejo de
funcionar, ha regresado al mundo convencido de que existe una dimensión
espiritual superior y de que la conciencia no depende del cerebro,
existe más allá del cuerpo y de la muerte.
“Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?”, Samuel Taylor Coleridge.Las experiencias cercanas a la muerte son uno de los campos de investigación más interesantes de la neurociencia. En ellos se escinde una perspectiva dualista de la vida: para la mayoría de los científicos son un fenómeno que puede explicarse perfectamente a través de la física (la divinidad y lo espiritual es una experiencia conceptual generada por el cerebro); pero las personas que han experimentado estos encuentros cercanos con la muerte, acaso arrasados por la fuerza intransferible de la experiencia, poco escuchan las voces calificadas de los hombres de bata blanca y, seducidos por la belleza de sus visiones, prontamente afirman una realidad espiritual más allá de la muerte.
La muerte es una frontera epistemológica, un poco de la misma forma que un agujero negro, en tanto a que es difícil (o algunos consideran imposible) extraer información de ella. Como un túnel de la conciencia del cual no podemos regresar –más allá del olvido que presupone la teoría de la reencarnación o de los torpes balbuceos de la fantasmagoría– la muerte se presenta como el máximo enigma de la existencia: el silencio en un universo hecho de información donde todo habla. Sin embargo, tal vez algunas personas puedan cruzar está frontera y regresar para contar –el secreto que no debe ser revelado. Esto es, morir por un momento –pero no morir– para ver lo que le sucede a la conciencia sin el cuerpo.
Existen miles de relatos que sugieren una especie de campo arquetípico que se activa al coquetear con la muerte –en la suspensión de las funciones corporales–; pero quizás ninguno ha cobrado la importancia (y polémica) que la que ha presentado recientemente el neurocirujano de la Universidad de Harvard, Eben Alexander.
El Dr. Alexander ha escrito un libro Proof of Heaven: A Neurosurgeon’s Near Death Experience and Journey into the Afterlife y una versión condensada de su experiencia ha sido destacada en la portada de Newsweek (una de las últimas ediciones impresas de esta emblemática revista).
Lo extraordinario del caso, evidentemente, es que vemos a un científico reconocido dentro del mundo de la academia decantarse sin titubeos por una explicación metafísica de las experiencias cercanas de la muerte.
Y aunque en ocasiones es un tanto snob e inmerecido otorgar un valor añadido a lo que dice una persona –sólo por estar legitimado por un sistema de conocimiento como la ciencia–, lo cierto es que solemos darle una mayor relevancia a las palabras de alguien como el Dr. Alexander que a las de, por ejemplo, una vieja mujer religiosa de algún pueblo del Medio Oeste de Estados Unidos que dice haber visto a Dios en los segundos en los que su corazón se detuvo.
La narración del Dr. Alexander inicia justamente dirigiéndose a los escépticos:
Como neurocirujano, yo no creía en el
fenómeno de experiencias cercanas a la muerte. Entiendo lo que le sucede
al cerebro cuando una persona está cerca de la muerte, y siempre creí
que existía una explicación científica adecuada para las visiones
celestiales extracorporales descritas por aquellos que estrechamente
escaparon de la muerte.
En el otoño del 2008, sin embargo,
después de 7 días en coma en los que la parte humana de mi cerebro, el
neocórtex, estaba desactivado, experimenté algo tan profundo que me
otorgó una razón científica para creer en la conciencia después de la
muerte.
Todas los argumentos principales en
contra de las experiencias cercanas a la muerte sugieren que estas
experiencias son el resultado de un mínimo, transitorio o parcial
malfuncionamiento del córtex. Mi experiencia cercana a la muerte, sin
embargo, no sucedió cuando mi córtex estaba malfuncionando, sino cuando
simplemente estaba apagado. Según nuestro entendimiento actual de la
mente y del cerebro, no existe de ninguna manera forma en la que podría
haber experimentado incluso la más mínima y oscura conciencia durante mi
coma, mucho menos la odisea coherente e hipervívida que atravese.
Mientras que mis neuronas estaban
ofuscadas en completa inactividad por la bacteria que las había atacado,
mi conciencia libre-de-cerebro viajó a otra dimensión más grande del
universo: una dimensión que nunca soñé que existía.
Al
prinicpio de mi aventura, estaba en un lugar lleno de nubes. Grandes y
frondosas nubes blancas y rosas que relucían drásticamente contra el
cielo azul-negro. Más alto que las nubes –inconmensurablemente alto-
parvadas de luminosos seres diáfanos arqueaban a lo largo y ancho del
cielo, dejando banderolas detrás de ellos. Formas superiores.
Más raro aún. Por la mayor parte de mi
travesía, alguien más estaba conmigo. Una mujer. Ella era joven, y la
recuerdo en completo detalle. Tenía pómulos pronunciados y ojos de un
azul profundo. Trenzas doradas emarcaban su hermoso rostro. Cuando la vi
por primera vez, estabamos deslizándonos juntos en una superficie de
patrones intrincados que después de un momento reconocí como las alas de
una mariposa. De hecho, miles de mariposas estaban alrededor de
nosotros –vastas olas aleteantes de ellas, internándose en el bosque y
resurgiendo de nuevo.
Sin usar palabras, ella me habló. El
mensaje recorrió mi ser como un viento, e instantáneamente vi que era
verdad. Lo supe de la misma forma que supe que el mundo que nos rodeaba
era real –no algo fantasioso, pasajero e insubstancial.
El mensaje tenía tres partes, y si lo tuviera que traducir al lenguaje terrenal, diría algo así:
“Eres amado y querido para siempre”.
“No tienes nada que temer”.
“No hay nada que puedas hacer que esté mal”.
Y aquí es que regresamos a esa escisión fundamental entre la razón y la emoción, entre aquello a lo que accedemos a través de lo meramente intelectual y aquello a lo que accedemos usando el sentimiento (acaso todos los sentidos en uno). Generalmente se considera que aquello avalado por el edificio de la razón se acerca con mayor fuerza a lo “verdadero”, pero esto ocurre solamente desde el frío promontorio del análisis a posteriori, la experiencia a casi todos nos dice que lo que sentimos se acerca más a la verdad que lo que pensamos: al menos tiene mayor fuerza, una fuerza inefable.
El viaje transceleste continúa:
Me movía constantemente hacia adelante y
me descubrí entrando en un inmenso vacío, completamente oscuro, de
tamaño infinito, e infinitamente confortante. Totalmente oscuro, como
era, también rebosaba de luz: una luz que parecía emanar de un orbe
brillante que ahora sentía a mi lado. El orbe era una especie de
“interprete” entre yo y esa vasta presencia circundante. Era como si
estuviera naciendo a un mundo más grande, y el universo entero era como
un vientre cósmico gigante, y el orbe (que sentía estaba de alguna
manera conectado, o incluso era idéntico, a la mujer que montaba el ala
de mariposa) me estaba guíando en el proceso.
Cada vez que preguntaba algo, las
respuestas prorrumpían instantáneamente en explosiones de luz, color,
amor y belleza que soplaba a través de mi como una ola chocando contra
la playa.
Eben Alexander, después de dejarse transportar por la riqueza descriptiva, intenta explicar científicamente lo sucedido:
La física moderna nos dice que el
universo es una unidad –que yace indiviso. Aunque aparentemente vivimos
en un mundo de separación y diferencia, la física nos dice que detrás
de la superficie, cada objeto y evento en el universo está completamente
entretejido con cualquier otro objeto y evento. No hay verdadera
separación.
He pasado décadas como neurocirujano en
algunas de las instituciones más prestigiosas de este país. Sé que
muchos de mis colegas mantienen –como yo lo hacía– la teoría de que el
cerebro, y particularmente el córtex, genera la conciencia y que vivimos
en un universo carente de toda emoción, mucho menos que vivimos en un
universo de amor incondicional como el que ahora sé nos tienen Dios y el
universo. Pero esa creencia, esa teoría, ahora yace rota a mis pies. Lo
que me sucedió la destruyó, y mi intención es pasar el resto de mi vida
investigando la verdadera naturaleza de la conciencia y dando a conocer
a mis colegas científicos y a la gente en general el hecho de que somos
muchísimo más que nuestros cerebros.
Algunos especulan que la conciencia es ese campo cósmico unificador, puente entre la mecánica cuántica y la relatividad. Esta ciertamente no es la versión más popular dentro de la ciencia establecida. Como no lo ha sido el relato experiencial de Alexander.
El famoso neurocientífico Sam Harris argumenta que simplemente no existe forma de corrobar verdaderamente que “su cerebro estaba apagado” (a lo cual Alexander responde con datos de sus registros neurológicos en el momento y llama a leer su libro donde supuestamente presenta eviencia clínica de lo sucedido). PZ Mayers, del popular blog Pharyngula dice de las visiones de Alexander “es mierda producida por daño cerebral”.
El año pasado el campo de inevstigación de las experiencias cercanas a la muerte tuvo un notable co-descubrimiento cuando dos neurocientíficos formularon independientemente la teoría de que el fenómeno podía explicarse por una dilación temporal, esto es, en el particular estado en el que el cerebro se encuentra cuando está a punto de entrar en coma, puede ocurrir que un mircosegundo sea percibido como una extensión de tiempo mucho mayor. Las visiones que ocurren entonces, con todo su cariz espiritual, no serían más que el resultado de ese tiempo fractal elástico: es decir no un producto de la divinidad inherente sino de la relatividad del tiempo-espacio.
Personalmente no considero que la experiencia de Alexander sea una prueba contundente de la existencia de una dimensión celestial o de que la conciencia existe más allá de la muerte. Su experiencia probablemente no difiera de la de miles de personas más que han tenido un desdoblamiento astral acercándose a la muerte, o sólo difiere en que esta le ocurrió a un científico respetado.
De igual forma tampoco creo que la ciencia tenga argumentos irrefutables para afirmar que todo lo que ocurre en estas experiencias –o en algunos otros estados de conciencia elevada– sea solamente el resultado de una función cerebral alterada. Hemos explorado en algunos artículos anteriores la posibilidad de que la conciencia vaya más allá del cerebro, como sugieren las religiones orientales, y sea una especie de cama universal sobre la cual se desarrolla el sueño de la realidad.
Esta es una de las grandes interrogantes de la filosofía y de la ciencia moderna: la naturaleza de la conciencia. ¿Es esl cerebro la cúspide, la punta de lanza de este fenómeno? ¿O es apenas un órgano más, en una delirante casa de espejos, generado por esa misma conciencia para observarse a sí misma? ¿Conciencia más allá de la muerte, es este el verdadero polvo de la eternidad? ¿Qué es la conciencia? Saber que soy, pero también, ¿saber que no muero?
Informando: http://elarcadelmisterio.blogspot.com/
Fuente:
despiertaalfuturo
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